Adoro las conversaciones de bar de dos personas, que de repente, sin necesariamente estar bajo los efectos del alcohol, se convierten en los mejores amigos del mundo. Es una de las relaciones sociales más curiosas y que maravillosamente no termino de entender. Sí entiendo la soledad, que a priori podría ser el motor de esas conversaciones donde hasta se confiesa el asesinato de J.F.K. y entiendo el rigor social de los bares que, más en Andalucía, culturalmente realizan una labor de desahogo importante. Supongo que hay gente que ya no acude a los bares a beber, si no a hablar. ¿A quien mejor que contarle mi vida a alguien a quien le importa 3 rábanos y que precisamente por eso no va a tener problema en aconsejarme con la mayor higiene y crueldad posibles? A veces esos consejos, que en realidad suelen ser la solución más simple, son los más efectivos. Así que, por el precio de 3 o 4 tubos de cerveza, te ahorras una pasta en psicólogos y relajas las orejas de los amigos de verdad, que se sienten más implicados en tu vida y que por ello, también sufren.
No me juzguéis al leer esto, yo casi nunca he jugado a eso. Me guardo el casi por que en una ocasión fue absolutamente genial… cuando me fui de mochilero. Paseando por algunos pueblos era maravilloso como los lugareños te sacaban conversación al sorprenderse por ver a un viajante a solas que entraba en el bar… Solté mi alma… les conté el objetivo de mi viaje a solas y más comprensivos de lo que se podía esperar fueron más de 2 birras a las que me invitaron… me aconsejaron, me guiaron y… aprendí mucho.
Uno es uno y sus circunstancias y por eso mismo, parte importante de mi personalidad se la debo a aquellos anónimos, que me dieron conversación. Hoy, terminando una birra en mi terraza y escribiendo estas letras, lleno el cacharro de Rana con agua… y brindo por ellos.
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